Acabo de leer una crítica-reseña del cine y el teatro musical cubano, y suscribo la referencia de la añeja Fotogramas para el propio texto: “El conjunto es algo indefinido pero posee el encanto de los productos hechos con entusiasmo”.
Tal vez por desconocimiento porque hay pocas referencias o porque no volvieron a tener el brillo de otrora pero no se reconoce que en los setentas y a pesar de lo gris del decenio, varias obras musicales subieron a escena en el Teatro Martí. La sede, heredero natural del Alhambra, tomó la debida distancia de su “predecesora” pero mantuvo sainetes, bufos e incorporó al gusto popular la zarzuela criolla: Amalia Batista, María Belén Chacón, Rosa La China, y la más conocida de todas, Cecilia Valdés, alternaban en cartelera con operetas y otras perlas del género chico.
Teatro Martí después de su restauración |
Con el cambio de sistema político pasaron a representarse obras con otras temáticas pero el elemento musical y las coreografías se mantuvieron. Era la tradición del Teatro Martí, desde su abertura en 1881 y no consiguieron cercenar su esencia. El director musical seguía siendo el maestro Rodrigo Prats, un genio musical capaz de trabajar horas interminables con un intérprete hasta lograr la excelencia de una pieza. En realidad a quién o a quienes molestaba un poco de canto y baile? Los clásicos no cuestionaban el presente.
Por entre los títulos - no al azar sino por las fotografías que conservo - debo mencionar “Zafra”, en la que participó ya muy anciana la inolvidable Candida Quintana, “Nueva en esta casa”, “Estampas cubanas”, más una vez varias selecciones de zarzuelas y alguna que otra opereta. Incluso largas temporadas con ”La Chacota“ de Nicolás Dorr, dirigida por su hermano Nelson Dorr, la cual en segunda y tercera versión incluía varias melodías, y hasta “La pérgola de las flores”, exitosa obra de la dramaturga chilena Isadora Aguirre, dirigida por Humberto Arenal, escritor, guionista, dramaturgo, periodista, un intelectual de primera línea, quién en su momento sufriera de incomprensión y quintas columnas. Estas obras entre otras, gozaron de lleno total noche tras noche al punto de que sus protagonistas tuvieron que ser doblados. El personaje de la Carmela, por ejemplo, sería alternado entre María Teresa Tolón y Adelaida Raymat. Recuerdo fragmentos completos y estribillos de aquellas canciones de tantas veces que asistí a ensayos y representaciones, por eso puedo afirmar que no fueron apenas las piezas de Eduardo Robreño o Enrique Nuñez Rodríguez, como he leído por ahí en las casi siempre incompletas monografías. En la época en que ayudé a mi madre a mecanografiar su Currículum Vitae para la tristemente célebre, “Evaluación de Artistas”, estos y otros títulos remontaron vuelo en mi memoria.
El palco de mi infancia. Recuerdo las cortinas en rojo vino y la varanda no era en hierro forjado, era un balconcito de madera. |
Así pues, en la transición-fusión-transformación del grupo Jorge Anckermann en Teatro Popular Latinoamericano, el Martí sobreviviría a duras penas con obras musicales y la constancia de un público fiel al teatro de las cien puertas, como también era conocido.
Nada apaga el dolor del quinquenio gris pero no puedo aceptar que se diga que no existió lo que yo misma viví en mis tiernos años aunque fuera en un único espacio, con un puñado de obras. De lo contrario, sería apagar una parte del trabajo de algunos creadores y también el de mi propia madre, la soprano lírica y actriz - en ese orden - María Teresa Tolón.
De cierta manera el Teatro Martí, fue un refugio para los artistas al amparo de lo que ocurría en el diezmo de la Parametración, allí te encontrabas desde Candita Quintana, Xenia Marabal, hasta Adolfo Llauradó, Rosendo Lamadriz, Miguel Benavides, Pedro Pablo Astorga, Alicia Bustamante u Omar Valdés, entre otros.
Todo lo que cuento no lo he leído en libros, insisto, lo viví, forma parte de la historia teatral cubana aunque no esté debidamente documentada. No era Teatro Experimental, no representaba la nueva estética ni los nuevos contenidos, no sufrió la purga abiertamente y pasó sin penas ni glorias por un cierre forzoso debido al deterioro de la joya arquitectónica.
Recuerdo que en mis correrías por el teatro me era prohibido subir al gallinero porque ya tenía peligro de derrumbe. Sin embargo, las primeras lecturas de libretos y algunos cursos inolvidables fueron impartidos en los salones de ensayo de la segunda planta: Nota especial para el taller de Ramiro Guerra y Lorna Burdsall, el cual no he visto referenciado en parte alguna a pesar de su importancia. Claro que para un coreógrafo de su talla - el Fernando Ortiz de la Danza Contemporánea Cubana - lo realizado en aquellos años turbulentos de angustias y traiciones a nuestro arte, no marcaron un hito en su trayectoria, él mismo por aquella época estaba siendo parametrado.
Techo y gallinero en Dragones y Zulueta |
Vuelvo al texto que me ha provocado este recuento y es que además del teatro musical, el crítico hace referencia a los “negrometrajes” - debo subrayar que es despectivo e irrespetuoso, fruto del desdén de la fauna de pasillo y no el objeto de una categoría - me ha incomodado mucho verlo acotado de manera natural sin la correspondiente crítica o salvedad.
Cuál no sería mi espanto al encontrar el término festinadamente en otras plataformas. Los títulos que menciona el crítico en su reseña, no corresponden a “diversos” directores sino a un único director, Sergio Giral (1937-2024), era Giral quién mayoritariamente hacía cine con actores y temáticas afrocubanas. Nadie más, a no ser la excepción de la saudosa Sara Gómez, fallecida tan prematuramente. Por tanto, “La ultima cena”, de Tomás Gutiérrez Alea, no es un “negrometraje”, incluso si la sinopsis es ambientada en la época colonial y tenga como co-protagonistas a personajes de hombres que fueron esclavizados.
Y No, “La Bella de la Alhambra”, NO es un musical. En su momento se discutió mucho sobre el género de este filme excepcional en la filmografía insular. La Bella es un drama que tiene como paño de fondo o acción primaria el escenario de un teatro musical donde por supuesto hay mucha música y coreografías, pero es una historia con una gran dimensión dramática y no se circunscribe al género en cuestión. La Bella puede ser incluso hasta un melodrama pero - al menos desde mi perspectiva - no entra en la categoría de filme musical, a secas, a pesar de las logradas secuencias con canto y baile. Cuentan los técnicos que trabajaron en la película que la primera secuencia filmada fue la escena en que Rachel, magistralmente interpretada por Beatriz Valdés - beldad y talento - canta en el teatro por vez primera. Al finalizar, todo el equipo técnico arrancó a aplaudir. Eso lo dice todo! No estaban asistiendo a la secuencia de un filme musical, estaban en el Teatro Alhambra.
Luego se hace referencia a Patakín, como ejemplo de musical malogrado, en efecto una pieza de cine musical con aciertos y desaciertos aunque la balanza penda más a lo segundo. El gran problema del filme es un guión con acento en lo teatral sin tener en cuenta la fluidez cinematográfica, un ABC tantas veces pasado por alto. Aún si la esencia de cualquier representación viene de la tragedia, el drama y más tarde la comedia teatral, el guión cinematográfico no es un libreto, reclama sus propios códigos lejos del lenguaje simbolista de la escena, teatro filmado es otra cosa, bien le conozco por haber estado algunos años en el espacio Teatro ICRT.
Jim Sheridan, conocido de todos por ser un artífice de ambos lenguajes, obsequió en clase magistral de la EICTV la siguiente revelación: “Teatro es un niño que se sube a una silla, cine es un bebé que la cámara descubre en la cuna”, fue un momento Eureka para el estudiantado que observaba fascinado como el director irlandés se subía a una silla para luego acurrucarse en el suelo, abría una ventana para entender las diferencias.